lunes, 4 de abril de 2011

Las dos muertes de Juan R. Escudero/I

PACO IGNACIO TAIBO II

Los primeros treinta

La música llega al jardín de las ventanas abiertas y la veranda; una orquesta pueblerina está tocando un vals en el salón. Una singular cadena de tradiciones reúne a la fiesta en casa de los comerciantes ricos con los pobres que escuchan, incluso las reglas no escritas de las costumbres hacen que la distancia sea de unos diez metros entre el porche y los mirones, acodados en los árboles, sentados bajo los mangos.

El invitado se acerca a la casona cruzando el jardín; viste un traje blanco de tres piezas y botas negras de montar sobre los pantalones. Al cruzar entre el centenar de pueblerinos que observan, saluda a uno aquí y allá: un lanchero, una sirvienta, un estibador y sus hijos. El vals sigue sonando. El invitado camina hacia la casa donde en el calor furibundo de la noche del trópico las mujeres y los jóvenes hijos de los ricos del pueblo bailan y sudan. Cuando está a punto de llegar a la casa, el joven invitado duda y se detiene. Durante un instante queda detenido entre el mundo del pueblo que mira y escucha y los ricos que bailan.

Luego, se decide y camina de regreso. Se detiene ante una gorda matrona que vende pescado en el mercado, se quita las botas y las deposita a su lado y le pide que baile con él. La mujer se ríe.

Bailan en el jardín con la música que llega de lejos, ambos descalzos, como todos los demás que los rodean. Bailan un poco torpes, el mismo vals que bailan en el interior de la casa.

Nunca pude saber qué vals era. La historia me la contó un viejo, que había sido uno de los niños que rodeaban a los bailarines, o que eso creía recordar, o que se la habían contado, o que se la había narrado alguien a quien a su vez se la habían contado; pero describía con precisión el traje blanco de Juan, los árboles en el jardín. Y en su memoria propia o generada en el pozo sin fondo de los mitos populares, resaltaba la historia de las botas:

“Y se quitó las pinches botas para bailar descalzo”. De tal manera que la sabia memoria rescataba lo importante, no importaba que se hubiera perdido el nombre del vals.

El día en que me narraron esta historia Juan llevaba sesenta años de muerto, estábamos en Acapulco y sus restos eran trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres. No me atrevía a usar la historia en la primera revisión del libro que había escrito con Rogelio Vizcaíno, tenía un tono hollywoodiano que la hacía poco creíble. Hoy la rescato mientras en el recuerdo colectivo de Juan, que hoy es también el mío, queda claro que no sólo bailó con los pobres, sino que se quitó las botas para bailar descalzo.

Los primeros treinta

Al niño que nació el 27 de mayo de 1890 le pusieron Juan Ranulfo. El padre era un comerciante español que levantaba familia por segunda vez, Francisco Escudero y Espronceda, de cuarenta y cuatro años, nativo de Torrelavega, provincia de Santander; su madre, doña Irene Reguera, era de Ometepec, Guerrero, y tenía catorce años menos que su marido, pero compensaba su menor edad con una peculiar fortaleza, una imagen de reciedumbre de la que no estaba exenta el que fumara puros.

Juan Ranulfo Escudero Reguera tuvo por padrinos a dos comerciantes gachupines amigos de la familia: Rufilo de Orve y Ernesto Azaola. El lugar del hecho era el puerto de Acapulco, paraíso tropical mexicano dejado de la mano de Dios y férreamente atrapado por las manos de algunos hombres.

Juan R. creció en el seno de una familia acomodada que poseía terrenos en Río Grande y Las Palmeras, casas y un comercio de telas y abarrotes. Hijo de uno más de los “gachupines” (años más tarde el padre de Juan usaría una frase para distinguirse: “Tus enemigos son gachupines, yo soy español”), aquellos iberos de origen agrario y pocas luces intelectuales que habían llegado con el siglo a tierras nuevas para “hacer la América” a base de sudar abundantemente, jornada de catorce horas de mostrador, malicia primitiva en el negocio (comprar barato y no vender muy caro), explotación feroz de parientes y empleados, y cuyo sueño era enriquecerse y retornar para edificar en el pueblo de origen una iglesia que perpetuara su gloria y plantar una palmera en su mansión que recordara “la América”; personajes clásicos, racistas en casi todas las costumbres menos en las del sexo y el dinero.

Francisco Escudero, a pesar de ser comerciante, español y vivir en Acapulco, era un hombre honrado (como se verá más tarde, estas características no dejan de ser sorprendentes), Juan R. fue el primero de los hijos de ese matrimonio al que siguieron María, Fulgencio, Francisco y Felipe.

A partir de los siete años, Juan estudió en la Escuela Real, y se dice que fue importante en su formación el humanismo de un profesor suyo, Eduardo Mendoza.

Alejandro Martínez, biógrafo de Escudero, cuenta:

[…] acompañaba a sus amigos hasta sus hogares y era en ellos donde palpaba más la pobreza de sus moradores. Veía cómo casi todos dormían sobre petates en el suelo. Los niños mal vestidos, con una alimentación deficiente. Contempló cómo los enfermos se morían porque no tenían dinero para comprar las medicinas necesarias.

En plena adolescencia fue enviado por su padre a estudiar a Oakland, California; lo que no deja de ser inusitado en un mundo cuyas costumbres hacían que los primogénitos no estuvieran obligados a estudiar más que rudimentos de contabilidad para asumir rápidamente la continuidad del negocio familiar. Extrañamente, resultaba entonces más fácil para una familia acomodada enviar a sus hijos a estudiar a la costa oeste de los Estados Unidos que a la Ciudad de México, con la que no había comunicación por carretera. Escudero estudió en el Saint Mary’s College secundaria y el oficio de mecánico electricista.

Los historiadores que han seguido la trayectoria del personaje discrepan sobre las fechas de su estancia allá. Mientras unos lo hacen permanecer de 1907 a 1910, otros dicen que regresó a México en 1907 a causa de una enfermedad.

Es difícil saber si en aquellos años conoció personalmente a Ricardo Flores Magón, el hombre que organizaba con una singular propuesta anarquista y agrarista la revolución contra la dictadura de Porfirio Díaz y que realizaba desde el exilio una fuerte labor de propaganda.

Bien sea por su conocimiento directo del magonismo, o por una influencia indirecta de éste, Juan R. regresó a Acapulco dispuesto a romper con su pasado de hijo de comerciante español y lo que esto implicaba en el puerto.

Poco después de su llegada construyó una lancha de motor a la que bautizó como La Adelina (en recuerdo de Adelina Loperetagui, una novia que había tenido) y se dedicó a organizar excursiones a la cercana isla de la Roqueta y labores en la descarga de los barcos. En contacto con pescadores y estibadores, comenzó un trabajo de organización que culminó hacia los primeros meses de 1913 con la fundación de la Liga de Trabajadores a Bordo de los barcos y tierra, que combatió por jornada de ocho horas, aumento de salario, descanso dominical, pago a la semana en moneda nacional y protección contra accidentes.

Juan además chocó contra los contratadores norteamericanos que reclutaban acapulqueños para la recolección de café en Chiapas ofreciendo salarios muy bajos. Exigió salario mínimo de tres pesos diarios, levantando un importante movimiento.

Su labor como organizador sindical lo enfrentó con el monopolio comercial y este utilizó al jefe militar de la zona, Silvestre Mariscal, quien expulsó a Escudero de Acapulco en 1915.

De 1915 a 1918 Juan R. vive la vida de un exiliado, dentro de su país pero fuera de su patria chica. De Acapulco viaja a Salina Cruz. Persigue durante meses una entrevista con Venustiano Carranza, el caudillo triunfante en la lucha de facciones en la que había desembocado la Revolución Mexicana. Juan había escrito un memorial en el que pedía:

Financiamiento para que fuera el sindicato el encargado de comercializar los alimentos de primera necesidad, y evitar que el monopolio gachupín matara de hambre a toda la población, incluido el ejército; pedía la expropiación de terrenos para fundar una colonia obrera fuera de la ciudad y con parcelas de cultivo para que los obreros se ayudaran con la agricultura, terrenos pagaderos a cinco años y bajo algún título que los hiciera inenajenables, dado que hasta las casuchas que habitaban en el puerto eran propiedad de las casas comerciales españolas, y con facilidad los despojaban de ellas, pedía también un local social para la agrupación que además de oficina sirviera de escuela, teatro y cine instructivo.

Nunca obtendrá la entrevista.

De ahí se transporta a la capital de México, donde se reúne con su hermano Fulgencio. Trabaja como inspector de jardines, establece relaciones con los anarquistas y pasa las tardes en la Casa del Obrero Mundial. Parte después a Veracruz, y ahí sostiene correspondencia con Ricardo Flores Magón. Más tarde vive en Tehuantepec, donde es secretario del juzgado. Ahí aprende los usos legales de la época y estudia detenidamente la recién promulgada Constitución de 1917. En agosto de 1918 regresa a Acapulco.

Ha sido la suya una peregrinación a la espera del retorno. Ha buscado infructuosamente el apoyo a su proyecto de los revolucionarios triunfantes y ha recibido la influencia de las organizaciones sindicales. El país ofrecía en aquellos años vertiginosos sobradas posibilidades vitales para el joven Escudero, pero este tiene una deuda que saldar. Cuando Juan R. vuelve al puerto aún no ha cumplido treinta años.

La Jornada, 03 de abril de 2011

http://www.lajornadaguerrero.com.mx/2011/04/03/index.php?section=sociedad&article=006n1soc

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